La leyenda dice que esta flor de delicioso aroma nació del amor de dos jóvenes sobre los que te contaré a continuación.
En el lugar más hermoso de la sierra, justo a los pies, se encontraba Papantla, una de las más hermosas ciudades totonacas, dedicada especialmente al culto de la diosa Tonacayohua, que tenía a su cuidado las cosechas. A esta deidad le dedicaban su vida doce mujeres, elegidas desde su infancia, quienes hacían un voto de castidad como promesa de devoción.
Una de esas doce personas era Tzacopontziza (Lucero del alba), hija del rey Teniztli, el tercero de la dinastía totonaca. Teniztli era un padre en extremo celoso y prefirió ofrecerla a la diosa que verla crecer hermosa y con algún joven indigno a su lado.
Al transcurrir el tiempo, la belleza de la princesa se hizo más que evidente y se convirtió en símbolo de lo inalcanzable. Y ya que lo prohibido es más tentador, el príncipe Zlatan-Oxga (Joven venado) vio aún más encendido su deseo por estar al lado de Tzacopontziza.
Así que, como buen enamorado, ignoró las advertencias sobre el peligro que representaba acercarse a una sacerdotisa dedicada al culto de la diosa Tonacayohua y se aferró a su conquista.
Como cualquier día, Tzacopontziza salió del templo para recoger ofrendas para su diosa madre y se encontró con su enamorado quien, haciendo gala de sus encantos de príncipe, fue endulzando el oído de la jóven y, día tras día, se anidó en su corazón hasta que el amor fue mutuo.
Sin embargo, la sociedad siempre parece poner obstáculos a los enamorados, aunque eso no iba a detener a estos dos, como nunca ha detenido a nadie que ha sentido más amor que temor. Así que un día, los amantes decidieron huir juntos.
La huída no sería sencilla, pues la misma diosa Tonacayohua se negaba a dejar ir a su sacerdotisa, así que en su camino colocó monstruos de fuego que obligaron a la pareja a retroceder hacia el templo. Una vez llegados ahí, justo cuando el príncipe se disponía a aceptar su responsabilidad ante los sacerdotes, fue muerto de un solo golpe y, acto seguido, también su amada, quién jamás se separó de los brazos de su amor.
Ya que su amor habìa sido un enorme sacrilegio, sus cuerpos aún tibios fueron depositados en un templo cercano, como ofrenda para pedir perdón a la deidad.
A los pocos días, en aquel lúgubre sitio donde se extendió la sangre de los enamorados, comenzó a secarse todo lo que ahí crecía y, en su lugar, aparecieron dos extrañas plantas: un arbusto fuerte y orgulloso y una planta trepadora, cuya hermosa orquìdea blanca se aferraba a él y que poseía un aroma exquisito. Aquel arbusto era seguramente el príncipe y aquel aroma era el amor de Tzacopontziza.
Esta noticia se extendió por todo el reino y todos tenían por cierto que aquel dulce aroma era el del amor de la princesa y aquel arbusto que le daba sombra a la enredadera era la protección del príncipe a su amada.
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